El niño guardia de seguridad

 Venía yo de prisa en el tráfico haciendo corajes con los descorteses entes con los que comparto el espacio vital en la ciudad. Al llegar al estacionamiento veo una fila de autos y la puerta del estacionamiento aún abierta. No entendí si ya se había llenado el estacionamiento interno y la fila de autos de afuera era para los holgazanes que no querían caminar y deseaban estacionares más cerca de la puerta, o si se había llenado y el guardia de seguridad había olvidado cerrar la puerta.

 Me asomé por la ventana del auto para hacer una seña al guardia y preguntarle pero estaba conversando con otro guardia de seguridad. Me enfurecí, "se está dando sus besos con el otro guardia en vez de hacer su chamba", le comenté a un colega que venía conmigo en mi auto y me bajé a recorrer una cadena que asegura los lotes del estacionamiento de afuera para meterme en él. Lo hice intencionalmente acelerado para que se me notara lo molesto y hacer hincapié en que estaba haciendo realizando la actividad que se suponía que el guardia debía hacer. El director de seguridad iba caminando y me ayudó a recorrerlo.

 Cuando estacioné el auto, se acercó el guardia a registrar mi número de gafete y lo miré a los ojos. Era una persona muy joven, diría yo que un niño, con expresión aún de inocencia, se le notaba apurado.

 No sé cuántos imbéciles como yo hayan hecho notar su molestia al joven, cuya sonrisa temblorosa era evidentemente forzada y una mirada que evita la ajena. Tal vez lo estaban apresurando todos los que deseaban estacionarse y lo estaban instruyendo los otros oficiales al mismo tiempo.

 ¿Qué hace un niño teniendo que soportar patanes prepotentes como yo y tener que además responderles con una sonrisa?, o mejor aún, ¿qué clima hemos propiciado para que un niño, que sale a lidiar con nosotros, por las razones que sea, no lo haga en un clima amable, comprensivo e integrador?

El sólo hecho de que uno sirva al otro, y jamás a la inversa, me resulta degenerativo. Se requieren muchas sonrisas acompañados de un "buenos días", durante varias semanas, para procurar borrar, de la memoria de quien tenemos en frente, los gestos groseros que le hacemos. Aunque lo lográramos, no puedo soslayar el síntoma que demuestra la enfermedad social que la mayoría ni nota, y menos les apena, pero que está presente en todos, una violencia que arriba antes que el razonamiento y que es más contagioso y doloroso que la gonorrea, pero menos visible.


Lennarth Anaya

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