Parlamentarismo


 Lo que más me preocupó en la cuestión del parlamentarismo fue la notoria falta de un elemento responsable. Por funestas que pidieran ser las consecuencias de una ley sancionada por el Parlamento, nadie lleva la responsabilidad, ni a nadie es posible exigirle cuentas. ¿O es que puede llamarse asumir responsabilidades al hecho de que después de un fiasco sin precedentes, dimita el gobierno culpable o cambie la coalición existente o, por último, se disuelva el Parlamento? ¿Puede acaso hacerse responsable a una vacilante mayoría? ¿No es cierto que la idea de responsabilidad presupone la idea de la personalidad?
¿Puede prácticamente hacerse responsable al dirigente de un gobierno por hechos cuya gestión y ejecución obedecen exclusivamente a la voluntad y al arbitrio de una pluralidad de individuos?
¿O es que la misión del gobernante - en lugar de radicar en la concepción de ideas constructivas y planes - consiste más bien en la habilidad con que éste se empeñe en hacer comprensible a un hato de borregos lo genial de sus proyectos, para después tener que mendigar de ellos una bondadosa aprobación?
¿Cabe en el criterio del hombre de Estado poseer en el mismo grado el arte de la persuasión, por un lado, y por otro la perspicacia política necesaria para adoptar directivas o tomar grandes decisiones?
¿Prueba acaso la incapacidad de un Führer el solo hecho de no haber podido ganar a favor de una determinada idea el voto de mayoría de un conglomerado resultante de manejos más o menos honestos?
¿Fue acaso alguna vez capaz ese conglomerado de comprender una idea, antes de que el éxito obtenido por la misma, revelara la grandiosidad que ella encarnaba?
¿No es en este mundo toda acción genial una palpable protesta del genio contra la indolencia de la masa?
¿Qué debe hacer el gobernante que no logra granjearse la gracia de aquél conglomerado, para la consecución de sus planes?
¿Deberá sobornar?¿O bien, tomando en cuenta la estulticia de sus conciudadanos, tendrá que renunciar a la realización de propósitos reconocidos como vitales, dimitir el gobierno o quedarse en él, a pesar de todo?
¿No es cierto que en un caso tal, el hombre de verdadero carácter se coloca frente a un conflicto insoluble entre su persuación de la necesidad y su rectitud de criterio, o mejor dicho su honradez?
¿Dónde acaba aquí el límite entre la noción del deber para con la colectividad y la noción del deber para con la propia dignidad personal?
¿No debe todo Führer de verdad rehusar a que de ese modo se le degrade a la categoría de traficante político?
¿O es que, inversamente, todo traficante deberá sentirse predestinado a "especular" en política, puesto que la suprema responsabilidad jamás pesará sobre él, sino sobre un anónimo e inaprensible conglomerado de gentes?
Sobre todo, ¿no conducirá el principio de la mayoría parlamentaria a la demolición de la idea-Führer?
Pero ¿es que aún cabe admitir que el progreso del mundo se debe a la mentalidad de las mayorías y no al cerebro de unos cuantos?
¿O es que se cree que tal vez en lo futuro se podría prescindir de esta condición previa inherente a la cultura humana?
¿No parece, por en contrario, que ella es hoy más necesaria que nunca?

Difícilmente podrá imaginarse el lector (...), salvo que hubiese aprendido a discernir y examinar las cosas independientemente, qué estragos ocasiona la moderna institución del gobierno democrático-parlamentario; ella es ante todo la causa de la increíble proporción en que ha sido inundado el conjunto de la vida política por lo más descalificado de nuestros días. Así como un Führer de verdad renunciará a una actividad política, que en gran parte no consiste en obra constructiva, sino más bien en el regateo por la merced de una mayoría parlamentaria, el político de espíritu pequeño, en cambio, se sentirá atraído precisamente por esa actividad.
 Pero pronto se dejarán sentir las consecuencias si tales mediocres componen el gobierno de una nación. Faltará entereza para obrar y se preferirá aceptar la más vergonzosa de las humillaciones antes que erguirse para adoptar una actitud resuelta, pues, nadie habrá allí que por sí solo esté personalmente dispuesto a arriesgarlo todo en pro de la ejecución de una medida radical. Existe una verdad que no debe ni puede olvidarse: es la de que tampoco en este caso una mayoría estará capacitada para sustituir a la personalidad en el gobierno. La mayoría no sólo representa siempre la ignorancia, sino también la cobardía. Y del mismo modo que de 100 cabezas huecas no se hace un sabio, de 100 cobardes no surge nunca una heroica decisión.
Cuanto menos grave sea la responsabilidad que pese sobre el Führer, mayor será el número de aquéllos que, dotados de ínfima capacidad, se creen igualmente llamados a poner al servicio de la nación sus imponderables fuerzas. De ahí que sea para ellos motivo de regocijo el cambio frecuente de funcionarios en los cargos que ellos apetecen y que celebren todo escándalo que reduzca la hilera de los que por delante esperan.... La consecuencia de todo esto es la espeluznante rapidez con que se producen modificaciones en las más importantes jefaturas y repartos públicos de un organismo estatal semejante, con un resultado que siempre tiene influencia negativa y que muchas veces llega a ser hasta catastrófico.

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 Ojalá no se suponga que de las papeletas de sufragio, emitidas por electores que todo pueden ser menos inteligentes, surjan simultáneamente centenares de hombres de Estado. Nunca será suficientemente rebatida la absurda creencia de que del sufragio universal pueden salir genios; primeramente hay que considerar que no en todos los tiempos nace para una nación un verdadero estadista y menos aun de golpe, un centenar; por otra parte, es instintiva la antipatía que siente la masa por el genio eminente. Más probable es que un camello se deslice por el ojo de una aguja que no que un gran hombre resulte "descubierto" por virtud de una elección popular. Todo lo que de veras sobresale de lo común en la historia de los pueblos suele generalmente revelarse por sí mismo.
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Y es así cómo las más importantes medidas en materia económica resultan sometidas a un forum cuyos miembros en sus nueve décimas partes carecen de la preparación necesaria. Lo mismo ocurre con otros problemas, dejando siempre la decisión en manos de una mayoría compuesta de ignorantes e incapaces. De ahí proviene también la ligereza con que frecuentemente estos señores deliberan y resuelven cuestiones que serían motivo de honda reflexión aun para los más esclarecidos talentos. Allí se adoptan medidas de enorme trascendencia para el futuro de un Estado como si no se tratase de los destinos de toda una nacionalidad sino solamente de una partida de naipes, que es lo que resultaría más propio entre tales políticos. Sería naturalmente injusto creer que todo diputado de un parlamento semejante se halla dotado de tan escasa noción de responsabilidad. No. De ningún modo. Pero es el caso que aquel sistema, forzando al individuo a ocuparse de cuestiones que no conoce, lo corrompe paulatinamente. Nadie tiene allí el coraje de decir: "Señores, creo que no entendemos nada de este asunto; yo a lo menos no tengo idea en absoluto". Esta actitud tampoco modificaría nada porque, aparte de que una prueba tal de sinceridad quedaría totalmente incomprendida, no por un tonto honrado se resignarían los demás a sacrificar su juego.
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 El parlamentarismo democrático de hoy no tiende a constituir una asamblea de sabios, sino a reclutar más bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos. Sólo así puede hacerse política partidista en el sentido malo de la expresión y sólo así también consiguen los verdaderos agitadores permanecer cautelosamente en la retaguardia, sin que jamás pueda exigirse de ellos una responsabilidad personal. Ninguna medida, por perniciosa que fuese para el país, pesará entonces sobre la conducta de un bribón conocido por todos, sino sobre la de toda una fracción parlamentaria. He aquí porque esta forma de la Democracia llegó a convertirse también en el instrumento de aquella raza, cuyos íntimos propósitos, ahora y por siempre, temerán mostrarse a la luz del día.

En oposición a ese parlamentarismo democrático está la genuina democracia germánica de la libre elección del Führer, que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. Una democracia tal no supone el voto de la mayoría para resolver cada cuestión en particular, sino llanamente la voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con su propia vida y hacienda.

Si se hiciese la objeción de que bajo tales condiciones difícilmente podrá hallarse al hombre resuelto a sacrificarlo personalmente todo en pro de una tan arriesgada empresa, habría que responder: "Dios sea loado, que el verdadero sentido de una democracia germánica radica justamente en el hecho de que no pueda llegar al gobierno de sus conciudadanos, por medios vedados, cualquier indigno arrivista o emboscado moral, sino que la magnitud misma de la responsabilidad a asumir, amedrenta a ineptos y pusilánimes".

- Adolfo Hitler
 Mi Lucha




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