Al
finalizar el siglo XIX, Viena se contaba ya entre las ciudades de
condiciones sociales más desfavorables. Riqueza fastuosa y
repugnante miseria caracterizaban el cuadro de la vida en Viena. En
los barrios centrales se sentía manifiestamente el pulsar de un
pueblo de 52 millones de habitantes con toda la dudosa fascinación
de un Estado de nacionalidades diversas. La vida de la Corte, con su
boato deslumbrante, obraba como un imán sobre la riqueza y la clase
del resto del Imperio. A tal estado de cosas se sumaba la fuerte
centralización de la monarquía de los Habsburgo y en ello radicaba
la única posibilidad de mantener compacta esa promiscuidad de
pueblos, resultando, por consiguiente, una concentración
extraordinaria de autoridades y oficinas públicas en la capital y
sede del Gobierno. Sin embargo, Viena no era sólo el centro político
e intelectual de la vieja monarquía del Danubio, sino que constituía
también su centro económico. Frente al enorme conjunto de oficiales
de alta graduación, funcionarios, artistas y científicos, había un
ejército mucho más numeroso de proletarios y frente a la riqueza de
la aristocracia y del comercio reinaba una sangrante miseria. Delante
de los palacios de la Ringstrasse,
pululaban miles de desocupados y en los
trasfondos de esa vía triunphalis de la antigua Austria, vegetaban
vagabundos en la penumbra y entre el barro de los canales. En ninguna
ciudad alemana podía estudiarse mejor que en Viena el problema
social. Pero no hay que confundir. Ese "estudio" no se deja
hacer "desde arriba", porque aquel que no haya estado al
alcance de la terrible serpiente de la miseria jamás llegará a
conocer sus fauces ponzoñosas. Cualquier otro camino lleva tan sólo
a una charlatanería banal o a una menfida sentimentalidad. Ambas
igualmente perjudiciales, una porque nunca logra penetrar el problema
en su esencia y la otra porque no llega ni a rozarlo. No sé qué sea
más funesto: si la actitud de no querer ver la miseria, como lo hace
la mayoría de los favorecidos por la suerte o encumbrados por propio
esfuerzo, o la de aquéllos no menos arrogantes y a menudo faltos de
tacto, pero dispuestos siempre a dignarse a aparentar que comprenden
la miseria del pueblo. Esas gentes hacen siempre más daño del que
puede concebir su comprensión desarraigada de instinto humano; de
ahí que ellas mismas se sorprendan ante el resultado nulo de su
acción de "sentido social" y hasta sufran la decepción de
un airado rechazo, que acaban por considerar como una prueba de la
ingratitud del pueblo.
NO CABE EN EL CRITERIO DE TALES GENTES COMPRENDER QUE UNA ACCIÓN
SOCIAL NO PUEDE EXIGIR EL TRIBUTO DE LA GRATITUD PORQUE ELLA NO
PRODIGA MERCEDES, SINO QUE ESTÁ DESTINADA A RESTITUIR DERECHOS.
- Adolfo Hitler
Mi Lucha
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