Agresión acústica


 Un ciudadano cualquiera entra gozoso a un restaurante en compañía de un grupo de amigos, pero apenas atraviesa su umbral es recibido por una exhalación del averno. Al dirigir la mirada hacia la fuente sonora, lo que al inicio le había parecido que provenía de un conglomerado de músicos, resulta ser producto de un solo individuo con su equipo de teclados, amplificadores y altoparlantes.

Dudando sobre la elección del lugar, dirige la mirada hacia [otros clientes] ya instalados y los percibe a sus anchas entre la intensidad acústica y su plática a gritos. Sus acompañantes tampoco manifiestan incomodidad al respecto y eligen la mesa.

[...]

No sabe cuántos [decibeles] basten para que su oído se lesione, [pero] el malestar que le causa la acumulación de ruidos (habiendo varios televisores encendidos al mismo tiempo) vuelve opresivo el ambiente del sitio. ¡Qué lástima! El decorado tiende a la elegancia y la luminosidad del lugar favorecería la conversación...

Apela a su supuesto derecho sobre su entorno auditivo y llama a un mesero para solicitar que le bajen al volumen. ... El resultado de la solicitud es nulo.

La plática se vuelve extenuante y acabará por extinguirse, mas la comida no es mala. Piensa que al menos él y su grupo no están tan cerca de las bocinas, y nota con [inquietud] que hay una familia con niños pequeños situada junto a la orquesta fantasma [y] ya ni siquiera reacciona ante el amontonamiento perverso de [decibeles].

Como último recurso pide hablar con el gerente para exigirle que se atienda la petición de un cliente inconforme, sin embargo, el adepto del local contesta que proveer música "en vivo" es una política inalterable de la empresa. Además, si observa a su derredor, el lugar está lleno y nadie ha protestado antes; es la misma clientela la que vota tanto por las pantallas como por la "amenización" del restaurante.

[...]

Sus amigos le sugiere que "le baje" y mejor no la "haga de tos" [no se queje]. Aquello que le resta es comer de prisa para irse cuanto antes...

Escenas como la anterior se repiten con monotonía en nuestras civilizadas ciudades, y sus protagonistas reaccionan de manera previsible: ya no perciben la alienación de su espacio acústico; por ende, no saben cómo defenderlo, es más, la idea misma de su defensa tiene que ver con una asociación deformada de la alegría:mientras más ruido los circunde más agusto se la pasan, con mayor soltura evaden la responsabilidad de comportarse como seres pensantes. En última instancia, es su alienación interior la que encuentra sintonía con la contaminación acústica que ellos propician. Bien sabemos que la tolerancia al ruido es inversamente proporcional a la inteligencia.

El sujeto que osó quejarse se estrelló contra un muro de inconciencia y fue [orillado] por las circunstancias para [someter] su oído a los daños que causa la exposición prolongada a los sonidos a alta intensidad. Sobra decir que dicha exposición desemboca en hipoacusia, que es la sordera clásica que florece por doquier, tanto así que se ha vuelto compañera inseparable del homo sapiens en su angustioso devenir. Lo comprueba el auge de prótesis auditivas.

Básicamente en todos los sitios de convivencia humana se asiste al mismo espectáculo de enajenación colectiva; las variantes dependen de los sustratos culturales y del nivel educativo de sus habitantes, pero los resultados son analógicos; tipifican la negligencia con que nos relacionamos con el sentido que nos permitió, en primer término, construir un sistema de pensamiento. Recordemos que la principal diferencia que teníamos con el Chimpancé era la de haber sido dotados con un gen del oído más apto para su desarrollo. Tal diferencia actúa hoy de forma regresiva: el cuadrumano con zapatos elige la involución para poder actuar como un primate sordo.

[...]

El flagelo de motores y máquinas aunado a los prodigios de la amplificación electrónica ha acabado por definir el perfil de las metrópolis que se enorgullecen de serlo.

[...]

[...] las resultantes sonoras de las máquinas (con el negocio multimillonario que las crea y multiplica) se han convertido en narcóticos para nuestros minimizados cerebros.

Ante el empobrecimiento (cerebral) [...] hemos de agregar una [abrumadora] indiferencia. ¿Tenemos que dejar de protestar para que los banquetes de ruido ya no nos atraganten? [...]






Samuel Máynez Champion
Nota completa en Revista Proceso, número 1827
proceso.com.mx


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Comentarios

xoan ha dicho que…
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