Leyes naturales (renuncia a un derecho y contratos)

¿Qué es la renuncia a un derecho?

Se abandona un derecho bien sea por simple renuncia o por transferencia a otra persona.

Por simple renuncia cuando el cedente no se preocupa de la persona beneficiada por su renuncia. Por transferencia cuando desea que el beneficio recaiga en una o varias personas determinadas. Cuando una persona ha abandonado o transferido su derecho por cualquiera de estos dos modos, dícese que está OBLIGADO o LIGADO a no impedir el beneficio resultante a aquel a quien se concede o abandona el derecho. Debe aquél, y es su deber, no hacer nulo por su voluntad este acto. Si el impedimento sobreviene, se produce injusticia o injuria. Así que la injuria o injusticia, en las controversias terrenales, se llamaba absurdo. Considérese absurdo al hecho de contradecir lo que uno mantenía inicialmente; así también en el mundo se denomina injusticia e injuria al hecho de omitir voluntariamente aquello que en un principio voluntariamente se hubiera hecho. El procedimiento mediante el cual alguien renuncia o transfiere simplemente su derecho es una declaración o expresión, mediante signo voluntario y suficiente, de que hace esa renuncia o transferencia, o de que ha renunciado o transferido la cosa  a quien la acepta. Estos signos son o bien meras palabras, simples acciones o ambas. Unas y otras cosas son los lazos por medio de los cuales los hombres se sujetan y obligan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia naturaleza (porque nada se rompe tan fácilmente como la palabra de un ser humano), sino en el temor de alguna mala consecuencia resultante de la ruptura.

 Cuando alguien transfiere su derecho, o renuncia a él, lo hace en consideración a cierto derecho que recíprocamente le ha sido transferido, o por algún otro bien que de ello espera. Trátese, en efecto, de un acto voluntario, y el objeto de los actos voluntarios de cualquier ser humano es algún bien para sí mismo. Existen así ciertos derechos que a nadie puede atribuirse haberlos abandonado o transferido por medio de palabras u otros signos. En primer término, por ejemplo, un hombre no puede renunciar al derecho de resistir a quien le asalta por la fuerza para arrancarle la vida, ya que es incomprensible que de ello pueda derivarse bien alguno para el interesado. Lo mismo puede decirse de las lesiones, la esclavitud y el encarcelamiento, pues no hay beneficio subsiguiente a esa tolerancia, ya que nadie sufrirá con paciencia ser herido o aprisionado por otro, aún sin contar con que nadie puede decir, cuando ve que otros proceden contra él por medios violentos, si se proponen o no darle muerte.

 En definitiva, el motivo y fin por el cual se etablece esta renuncia y transferencia de derecho no es otro sino la seguridad d euna persona humana, en su vida, y en los modos de conservar ésta en forma que no sea gravosa. Por consiguiente, si un ser humano, mediante palabras u otros signos, parece oponerse al fin que dichos signos manifiestan, no debe suponerse que así se lo proponía o que tal era su voluntad, sino que ignoraba cómo debían interpretarse tales palabras y acciones.

 La mutua transferencia de derechos es lo que los seres humanos llaman contrato.

 Existe una diferencia entre transferencia del derecho a la cosa y transferencia de la cosa misma. En efecto, la cosa puede ser entregada a la vez que se transfiere el derecho, como cuando se compra y vende con dinero, o se cambian bienes o tierras. También puede ser entregada la cosa algún tiempo después.

 Por otro lado, uno de los contratantes, a su vez, puede entregar la cosa convenida y dejar que el otro realice su prestación después de transcurrido un tiempo determinado, durante el cual confía en él. Entonces, respecto del primero, el contrato se llama pacto o convenio. O bien ambas partes pueden contratar ahora para cumplir después; en tales casos, como a quien ha d ecumplir una obligación en tiempo venidero se le otorga un crédito, su cumplimiento se llama observancia de promesa o fe; y la falta de cumplimiento, cuando es voluntaria, violación de fe.

Cuando la transferencia de derecho no es mutua, sino que una de las partes transfiere, con la esperanza de ganar con ello la amistad o el servicio de otra, o de sus amigos, o con la esperanza de ganar reputación de persona caritativa o magnánima; o para liberar su ánimo de la pena de la compasión, o con la esperanza de una recompensa en el cielo, entonces no se trata de un contrato, sino de donación, liberalidad o gracia (todas ellas significando lo mismo).

 Los signos del contrato son o bien expreso o por inferencia. Son signos expresos las palabras enunciadas con la inteligencia de lo que significan. Tales palabras son o bien de tiempo presente o pasado; o de tiempo futuro, siendo entonces una promesa.

 Los signos por inferencia son, a veces, consecuencia de las palabras, a veces consecuencia del silencio, a veces consecuencia de acciones, aveces consecuencia de abstenerse de una acción. En términos generales, en cualquier contrato un signo por inferencia es todo aquello que de modo suficiente arguye la voluntad del contratante.


¿Cuándo son inválidos los pactos de confianza mutua?

 Cuando se hace un pacto en que las partes no llegan a su cumplimiento en el momento presente, sino que confían una en otra, en la condición de mera naturaleza (que es una situación de guerra de todos contra todos) cualquier sospecha razonable es motivo de nulidad. Pero cuando existe un poder común sobre ambos contratantes, con derecho y fuerza suficiente para obligar al cumplimiento, el pacto no es nulo. En efecto, quien cumple primero no tiene seguridad de que el otro cumplirá después, ya que los lazos de las palabras son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones del ser humano, si éstos no sienten el temor de un poder coercitivo; poder que no cabe suponer existente en la condición de mera naturaleza, en que todos los hombres son iguales y jueces de la rectitud de sus propios temores. Por ello quien cumple primero se confía a su amigo, contrariamente al derecho, que nunca debió abandonar, de defender su vida y sus medios de subsistencia.

 Pero en un estado civil, donde existe un poder apto para constreñir a quienes, de otro modo, violarían su palabra, dicho temor ya no es razonable, y por tal razón quien en virtud del pacto viene obligado a cumplir primero, tiene el deber de hacerlo así.

 La causa del temor que invalida semejante pacto, debe ser siempre algo que emana del pacto establecido, como algún hecho nuevo u otro signo de la voluntad de no cumplir; en ningún otro caso puede considerarse nulo el pacto. En efecto, lo que no puede impedir a un hombre prometer, no puede admitirse que se aun obstáculo para cumplir.

 Quien transfiere un derecho transfiere los medios de disfrutar de él, mientras está bajo su dominio. Quien vende una tierra, se comprende que cede la hierba y cuanto crece sobre aquella. Quien vende un molino no puede desviar la corriente que lo mueve. Quienes dan a un hombre el derecho de gobernar, en plena soberanía, se comprende que le transfieren el derecho de recaudar impuestos para mantener un ejército, y de pagar magistrados para la administración de justicia.

 Es imposible hacer pactos con las bestias, porque como no comprenden nuestro lenguaje, no entienden ni aceptan ninguna traslación de derecho, ni pueden transferir un derecho a otro: por ello no hay pacto.

 Hacer pactos con Dios es imposible, a no ser por mediación de aquellos con quienes Dios habla, ya sea por revelación sobrenatural o por quienes en su nombre gobiernan: de otro modo no sabríamos si nuestros pactos han sido o no aceptados. En consecuencia, quienes hacen voto de alguna cosa contraria a una ley de naturaleza, lo hacen en vano, como que es injusto libertarse con votos semejantes. Y si alguna cosa es ordenada por la ley de naturaleza, lo que obliga no es el voto, sino la ley.

 Prometer lo que se sabe que es imposible no es pacto. Pero si se prueba ulteriormente como imposible algo que se consideró como posible en un principio, el pacto es válido y obliga, si no a la misma cosa, por lo menos a su valor; o si esto es imposible, a la obligación manifiesta de cumplir tanto como sea posible; porque nadie está obligado a más.


Liberación de los pactos

De dos maneras quedan liberados los seres humanos de sus pactos: por cumplimiento o por remisión de los mismos. El cumplimiento es el fin natural de la obligación; la remisión es la restitución de la libertad, puesto que consiste en una retransferencia dle derecho en que la obligación consiste.

 Los pactos estipulados por temor, en la condición de mera naturaleza, son obligatorios. Por ejemplo, si yo pacto el pago de un rescate por conservar mi vida por un enemigo, quedo obligado por ello. En efecto, se trata de un pacto en que uno recibe el beneficio de la vida; el otro contratante recibe dinero o prestaciones a cambio de ello, por consiguiente (como ocurre en la condición de naturaleza pura y simple) donde no existe otra ley que prohiba el cumplimiento, el pacto es válido. Por esta causa los prisioneros de guerra que se comprometen al pago de su rescate, están obligados a abonarlo. Y si un príncipe débil hace una paz desventajosa con otro más fuerte, por temor a él, se obliga a respetarla, a menos (como antes ya hemos dicho) que surja algún nuevo motivo de temor para renovar la guerra. Incluso en los Estados, si yo me viese forzado a librarme de un ladrón prometiéndole dinero, estaría obligado a pagarle, a menos que la Ley civil me exonerara de ello. Porque todo cuanto yo puedo hacer legalmente sin obligación, puedo estipularlo también legalmente por miedo; y lo que yo legalmente estipulé, legalmente no puedo quebrantarlo.

 Un pacto anterior anula otro ulterior. Cuando uno ha transferido su derecho a una persona en el día de hoy, no puede transferirlo a otra mañana; por consiguiente la última promesa no se efectúa conforme a derecho, es decir, es nula.

 Un pacto de no defenderem a mí mismo con la fuerza contra la fuerza es siempre nulo, pues tal como he manifestado en otras notas, ningún hombre puede transferir o despojarse de su derecho de protegerse a sí mismo de la muerte, las lesiones o el encarcelamiento. El anhelo de evitar esos males es la única finalidad de despojarse de un derecho y, por consiguiente, la promesa de no resistir a la fuerza no transfiere derecho alguno, ni es obligatoria en ningún pacto. Aunque un ser humano pueda pactar lo siguiente: "Si no hago esto, mátame"; no puede pactar esto otro: "Si no hago esto, no resistiré cuando vengas a matarme". El ser humano escoge por naturaleza el mal menor, que es el peligro de muerte que hay en la resistencia, con preferencia a otro peligro más grande, el de una muerte presente y cierta, si no resiste. Y la certidumbre de ello está reconocida por todos, del mismo modo que se conduce a los criminales a la prisión y a la ejecución, entre hombres armados, a pesar de que tales criminales han reconocido la ley que les condena.

 Por la misma razón es inválido un pacto para acusarse a sí mismo, sin garantía de perdón. En efecto, es condición de naturaleza que cuando un hombre es juez, no existe lugar para la acusación. En el estado civil, la acusación va seguida del castigo y, siendo fuerza, nadie está obligado a tolerarlo sin resistencia. Otro tanto puede asegurarse respecto de la acusación de aquellos por cuya condena queda un hombre en la miseria, como por ejemplo, por la acusación de un padre, esposa o bienhechor; el testimonio de semejante acusador, cuando no ha sido dado voluntariamente, se presume que está corrompido por la naturaleza y, como tal, no es admisible: en consecuencia; cuando no se ha de prestar crédito al testimonio de un hombre, éste no está obligado a darlo. Así, las acusaciones arrancadas por medio de tortura no se reputan como testimonios. La tortura sólo puede usarse como medio de conjetura y esclarecimiento en un ulterior examen y búsqueda de la verdad. Lo que en tal caso se confiesa tiende sólo a aliviar al torturado, no a informar a los torturadores; por lo que no puede tener el crédito de un testimonio suficiente. En efecto, quien se entrega a sí mismo como resultado de una acusación, verdadera o falsa, lo hace para tener el derecho de conservar su propia vida.

 Como la fuerza de las palabras es muy pequeña, existen en la naturaleza humana dos elementos auxiliares que cabe imaginar para robustecerla. Unos temen las consecuencias de quebrantar su palabra, o sienten la gloria u orgullo de serles innecesario faltar a ella. Este último caso implica una generosidad que raramente se encuentra, en particular en quienes codician riquezas, al mando o placeres sensuales; y ellos son la mayor parte del género humano.

 La pasión que mueve esos sentimientos es el miedo, sentido hacia dos objetos generales: uno es el poder de los espíritus invisibles; otro, el poder de los hombres a quienes con ello se perjudica. De estos dos poderes, aunque el primero sea más grande, el temor que inspira el último es, comúmente, mayor. El temor del primero es, en cada ser humano, su propia religión, implantada en la naturaleza del hombre antes que la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o por lo menos no es motivo bastante para imponer a los hombres el cumplimiento de sus promesas, porque en la condición de mera naturaleza, la desigualdad del poder no se discierne, sino en la eventualidad de la lucha. 

 Los seres humanos juran al dios de su religión prometiendo que en caso de no cumplir, renuncia a la gracia d esu dios y pide que sobre él recaiga su venganza. La forma del juramento pagano era ésta: "que Júpiter me mate, como yo mato a este animal". Nuestra forma es ésta: "Si hago esto y aquello, válgame Dios". Y así, por los ritos y ceremonias que cada uno usa en su propia religión, el temor de quebrantar la fe puede hacerse más grande.


Thomas Hobbs
Leviatán

Comentarios