Fuera del estado civil, siempre hay guerra

Durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra, una guerra de todos contra todos. Porque la guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radia en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.

 Por consiguiente, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la de su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letrasm ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del ser humano es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.

 A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga a los seres humanos aptos para invadir y destruirse mutuamente; y puede ocurrir que no confiando en esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso verla confirmada por la experiencia. Haced, pues, que se considere a sí mismo; cuando emprende una jornada, se procure armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus arcas; y todo esto aún sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del ser humano no so pecados en sí mismos; tampoco lo son los actos que de las pasiones proceden hasta que consta que una ley lo prohibe: que los seres humanos no pueden conocer las leyes antes de que sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los seres humanos se pongan de acuerdo con respecto a la persona que debe promulgarla.

 Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra semejante, y en efecto, creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero, pero existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.

 Ahora bien, aunque nunca existió un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas con autoridad soberana, celosos de su independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postura de los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes guarniciones y cañones en guardia en las fornteras de sus reinos, con espías entre sus vecinos, todo lo cual implica una actitud de guerra. Pero como a la vez defienden también la industria de sus súbditos, no resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.

En semejante guerra nada es injusto

En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe: donde no hay ley, no hay justicia.

 En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo, ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones; sino que son cualidades que se refieren al ser humano en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que puede tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.

 Las pasiones que inclinan a los seres humanos a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza que comento en otra nota.



Thomas Hobbs
Leviatán

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